sábado, 18 de enero de 2014

EL GESTO DOBLE


Al volver a la lectura de la poesía de Blas Perozo Naveda notamos que, si bien en el primer acercamiento, hace varios años, lo que más nos llamó la atención fue la incorporación a la escritura de los registros del habla de Maracaibo, en esta oportunidad uno de los recorridos tiene que ver con leer un gesto que tiende a negar el ejercicio formal del poema, al tiempo que lo reformula para proponer otra práctica. Aunque aparezcan como lecturas disímiles, los rasgos del habla en el texto colaboran con esa reformulación del poema, de cómo lo entendemos, de cómo leemos la tradición literaria, etc.


En «Eso que llaman teoría poética es mentira», uno de sus poemas más conocidos, leemos: «yo los acuso / a ellos más que a nadie / a los más jóvenes poetas de mi ciudad / porque siguen teniendo miedo / de la palabra que han dicho a diario». El gesto funciona en un poema cuyo título desmiente el concepto de teoría poética; es decir, un sistema —según lo presenta— preceptivo, institucional, lo que conlleva hacer frente a la tradición literaria, a dicho sistema institucional; sin embargo, este mismo texto constituye una poética, propone un modo de entender la escritura.

Ahora bien, ¿se trata de un movimiento involuntario, un efecto secundario? Está claro que no. La negación del poema con un poema apunta a la ironía como estrategia discursiva. El texto no puede ser plenamente efectivo (no puede negar la teoría poética), se sabe inútil en este sentido, por lo que apuesta por una táctica más sutil: burlar el sistema que lo produjo. Entonces crea a su vez un sistema gemelo, un cuerpo que simula, con funciones similares, pero cuya finalidad es enfrentar a aquel, crear tensión en su territorio, apedrearlo, rodearlo con un constante zumbido de zancudo. Así, finalmente, es este gesto doble el que hace operativa la contradicción interna del texto.

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* Texto publicado originalmente en el diario La Verdad (18-I-2014, p. 4).

sábado, 4 de enero de 2014

EL CUERPO Y EL MANIQUÍ

Obra de Mark Jenkins

En una entrevista, Jorge Luis Borges, refiriéndose a una tendencia generalizada en su país, afirmaba: «[Los escritores] han aprendido a escribir como cualquier persona puede aprender a jugar ajedrez o bridge. Realmente no eran poetas o escritores. Fue un truco que aprendieron profundamente. Tenían todo en la punta de los dedos [...] Ellos saben que cuando van a escribir de pronto tienen que ponerse tristes o ser irónicos». Esta afirmación nos llevó a recordar una conversación en la que nos planteaban la diferencia entre una escritura/cuerpo y una escritura/maniquí. Si bien ambas pueden ofrecer buenos resultados, la segunda probablemente no resista una lectura arriesgada.

Ahora bien, ¿qué pasa si de todas formas apostáramos por una poética/maniquí? Si este fuera el caso y hubiese un trabajo para lograrla, entonces la obra/maniquí devendría tarde o temprano una obra con cuerpo; es decir, una obra con peso, más espesa, con mayor densidad. Insistimos, siempre que haya un trabajo de ahondar en la propuesta, puesto que es este el que le hará ganar consistencia.

Sin embargo, si —como dice Jean Baudrillard— «no se trata ya de imitación ni de reiteración, incluso ni de parodia, sino de una suplantación de lo real por los signos de lo real, es decir, de una operación de disuasión de todo proceso real por su doble operativo, máquina de índole reproductiva, programática, impecable, que ofrece todos los signos de lo real y, en cortocircuito, todas sus peripecias», entonces podemos arriesgarnos a decir que la obra/maniquí ofrece todos los signos de la obra/cuerpo, es efectiva, funciona en la institución literaria, de manera que quizá nuestra tarea como lectores sea aprender a tomarle el peso al discurso poético. Ahora bien, ¿cómo?

Hemos comentado en otras oportunidades que el lector es un agente en la dinámica textual, coproductor del discurso literario, de modo que la frontera que separa cuerpo y maniquí también se relaciona con la forma en que actualizamos la lectura, con cuánto se arriesga en ella. Quizá de esta forma podamos pesar un sistema que por naturaleza tiende al escape.

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* Una versión de este texto fue publicado originalmente en el diario La Verdad (4-I-2014, p. 4).
IMAGEN: http://rider.com.br/blog2011/wp-content/uploads/2012/04/mark-jenkins-street-installations-717689.jpg

miércoles, 1 de enero de 2014

«DITTOHEAD»*


A Fran, Ángel,
Leandro y Manuel

Tenemos quince. Yo soy el de las baquetas. Queremos tocar y que se inunde el lago, se quiebren las calles y los edificios, haya un eclipse (en do) sostenido, haya frío, tengamos mujeres, bebamos cinco cajas de cerveza, nos insulten, nos tengan miedo… Tenemos quince. La velocidad es lo que nos dice qué hacer: habla que tu siervo escucha.

Dejamos las metralletas en la casa y nos fuimos a buscar una casa por un rumor: habrá una fiesta y va a tocar un grupo. El taxi lo pagamos entre todos.

Llegamos. Caminamos, caminamos y caminamos y nada. Algo «en vivo» se oye en una esquina. Nos dicen que no, que ahí no hay nada. Seguimos recorriendo las mismas calles, dando vueltas, locos de noche. Yo quise ser gracioso, pero me resbalé y caí sobre agua sucia de la calle; es decir, fui gracioso. 

Volvemos a pasar por la casa de la esquina. Es aquí —pensamos, nos decimos—, pero nos lo negaron. 

Ahora corramos, nos pueden perseguir con perros, con armas, sin almas, etc. Pueblo Nuevo está a nuestros pies. Corramos y bebamos que mañana moriremos. Corramos y bebamos como si brincáramos epilépticos, traumáticos, eutanásicos, con sobredosis de Kool-Aid, con putas eléctricas, llenos de metal tóxico en la sangre, creyéndonos —sabiéndonos— los dueños del mundo, rápidos, imberbes, sin lenguaje, dispuestos.

No importa. Aún tenemos nuestras casas. En cualquier cuarto nos reunimos, unos cuantos casetes y poco más; rompemos el cuarto, rompemos la cama, rompemos nuestras gargantas, rompemos nuestros hígados, rompemos nuestra educación, nos rompemos nosotros mismos. Brincamos, nos agitamos y nos despeinamos como nos enseña MTV a las 3.00 de la madrugada, no importa que mañana haya que ir temprano a clases. Sí, ya teníamos lenguaje, dioses mínimos; ¿a quién le importaba? No a nosotros, que esperábamos resquebrajar la Tierra y a nosotros, que no entendíamos nada, que no entendemos nada aún y que nos dispersamos en galaxias e intentamos amarrarnos al suelo antes de volar por falta de gravedad.

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* Este texto forma parte de un nuevo proyecto de escritura.