«...encima de la mesa, delante de mí, no hay fichas, sino un puñado de pedazos de papel donde he anotado diversas palabras, verbos, adjetivos y adverbios, y también montones de frases inacabadas, y retazos de expresiones, esbozos de descripciones y todo tipo de experimentos de combinaciones de palabras. De vez en cuando cojo cuidadosamente con las pinzas una de esas partículas, minúscula molécula de un texto, la levanto y la examino bien a contraluz, le doy la vuelta, me inclino, limo y pulo un poco, y vuelvo a levantarla y vuelvo a analizarla a contraluz, pulo de nuevo una finísima arruga y me inclino e inserto con cuidado la palabra o la expresión en el lugar que le corresponde en el entramado. Y espero. Lo miro desde arriba, desde un lado, con la cabeza algo inclinada, del derecho y del revés. Aún no estoy del todo satisfecho, vuelvo a sacar la partícula que acabo de insertar e intento poner otra en su lugar, o ubicar la palabra anterior en otro hueco de la misma frase, y la saco y raspo un poco más, e intento fijar de nuevo la palabra que había elegido, ¿tal vez en otro ángulo? ¿En un contexto ligeramente distinto? ¿Tal vez al final de la frase? ¿O al principio de la frase siguiente? ¿O no sería mejor subdividir y hacer una frase independiente de una sola palabra?»
«Me gustaba la forma en que la Maestrazelda ponía una palabra junto a otra: a veces ponía una palabra común, cotidiana, junto a otra también normal y corriente, y de pronto al combinarse, al estar la una junto a la otra, dos palabras normales que no están habituadas a estar juntas, experimentaban una especie de descarga eléctrica que enardecía mi espíritu deseoso de milagros léxicos.»
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OZ, Amos (2007). Una historia de amor y oscuridad. Ediciones Siruela. Barcelona, España. pp. 398 y 431-432.