En 2004 fue inaugurado el Monumento a la Chinita. Se trata de una plaza construida —al parecer— según cierto estilo europeo de fines del siglo XIX o principios del XX y está ubicada donde alguna vez existió el barrio El Saladillo, uno de los tantos fantasmas que aún nos habitan, sobre todo cuando la recorremos, cuando nos sabemos en el centro, en la zona cero del gentilicio. Por supuesto, luego de diez años se ha convertido en un icono de la ciudad y comparte el altar junto con otras figuras mitológicas.
La primera clave es el como-si, la semejanza: Fue construida a imagen de una plaza extraña; nació para posar, para verse como otra hasta ser esa otra. Pero igualmente vino a ocupar el espacio donde estuvo, además de El Saladillo (un barrio que resume en sí mismo lo que debe ser un habitante de esta ciudad), un paseo o boulevard construido por el exceso de progreso y glamour que trajo el petróleo. Es decir, que desde el inicio esta obra de segundo orden, copia de un «original», tuvo la tarea de encarnar una nueva forma de entendernos como ciudadanos, lo que ha resultado en que nos refundamos en un artificio, en un objeto hecho para que haga las veces de plaza según el relato tradicional de las viejas plazas de la ciudad. Precisamente porque funciona, porque cumple plenamente su tarea, vamos y nos tomamos la foto con la imagen de la Virgen al fondo y sentimos que ejercemos lo que somos como habitantes de este espacio. También es por esto que hay un continuo llamado a retomar las viejas costumbres, volver a los lugares de antes, de darles una nueva vida; estaremos más cerca del origen, de nuestra esencia. Entonces construimos casas como si fueran de la época colonial, sitios nocturnos al estilo saladillero, escuchamos canciones que suenan como las gaitas primitivas y así sucesivamente.
Lo dicho: nos fundamos y refundamos sobre el simulacro.
Esto en principio no es problema; de alguna manera, el simulacro nos ofrece un discurso, un sistema a partir del cual podríamos desarrollarnos. El problema es que no lo reconocemos como tal; luego, ese segundo orden deviene el primero.
Sin embargo, a pesar de lo que pueda parecer, no es de este monumento de lo que hablamos. Señalamos el desplazamiento e intercambio de estos diferentes órdenes y de cómo nos apoyamos en la ficción para construirnos.
Por ejemplo, recientemente una persona hablaba de la ruptura de una relación que pasó hace algunos meses; en cierto punto, para dejar claro que era algo superado, dijo que había borrado las fotos con esa persona, había cambiado el estado, la había bloqueado, etc. Es decir, las redes sociales marcan las pautas de cómo empezar, desarrollar y cerrar una relación, es un manual del que nos alimentamos a diario. Nuevamente esta construcción, en principio de segundo orden, ha reemplazado el «original». Ahora esta ficción nos provee desde hace algunos años el discurso que antes aportaban otros productos culturales, como las telenovelas o el cine, por solo nombrar dos que aún tienen bastante fuerza.
Como comentamos en el artículo anterior, en la ficción escenificamos lo que realmente somos. Sin embargo, no siempre la reconocemos —si efectivamente es de esto de lo que se trata— y terminamos, personajes al fin, ejecutando una historia ajena, un guion aún en proceso.
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* Una versión de este texto fue publicada en el diario La Verdad (10-V-2014).
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