Desde hace unos pocos meses vivimos rodeados de paz. Todo está lleno de paz. El mes anterior, por ejemplo, se llevó a cabo el XI Festival Mundial de Poesía, cuyo lema fue La letra y la paz. Así como este, diferentes congresos, mesas de diálogo, simposios, etc., enuncian la paz entre sus objetivos o la suman a sus respectivos nombres. De un momento a otro pasamos a la urgencia de pronunciarla. La pregunta es: ¿por qué?
Repasemos brevemente: El 12 de febrero pasado comenzó una ola de protestas en diferentes ciudades de Venezuela que se mantuvo durante algunos meses. En este contexto, las acusaciones y tomas de posición se sucedieron constantemente: mientras unos sostenían que las manifestaciones eran pacíficas y que la violencia venía de las fuerzas públicas, los otros mantenían que las protestas eran violentas y que el objetivo de policías y guardias era mantener el orden. El mismo hecho era reelaborado todos los días por discursos enfrentados. Por supuesto, nada nuevo, esto solo hizo —de ser posible— más evidente el problema. En todo caso, una de las cosas que resalta es la disputa de quién agencia la paz y quién la violencia. A partir de aquí viene la omnipresencia de la paz (en tanto palabra, claro está). Todo y todos decimos paz. ¿Se puede no estar de acuerdo en proponerla? Tal vez esto sea la clave.
Un discurso articulado en torno a la paz se asume protegido de réplicas, pues no se supone que se la ataque de frente (paz en abstracto, siempre). La bandera pacifista se instala inamovible como primer escudo. Pero además, por esto mismo, por su aparente blindaje, a su alrededor se puede avanzar hacia cualquier objetivo; ahí está Irak, por ejemplo; aquí estamos nosotros, por ejemplo.
No decimos paz porque nos urge, decimos paz como primer avance, como primer acto de violencia, y esta, tal como la entiende el filósofo Simon Crichtley, nunca es un solo acto, sino que conlleva una «contraviolencia». Y como no puede ser de otra forma, en este movimiento dialógico, violencia y contraviolencia giran sobre el concepto de paz, la paz como objetivo final. De ahí su reiterada convocatoria, su excesiva presencia discursiva. Ahí, en ese espacio «sobrante» que crea tal exceso, es donde debemos leer para intentar ver las pulsiones que hablan en nosotros, que nos dicen.
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* Una versión de este texto fue publicada en el diario La Verdad (19-VII-2014).
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