Un
ejercicio que caracterizó las primeras décadas del siglo XX fue la
revisión del lenguaje. Desde la poesía hasta la matemática, pasando por
la filosofía, los sistemas de representación que los sustentaban entraron en
crisis bajo el cuestionamiento de las disciplinas que hasta entonces parecían
valerse de estos casi con total fe en su transparencia. Así, por ejemplo, las
vanguardias históricas pusieron a prueba ―una vez más― las formas tradicionales
del poema, la matemática sufrió una crisis de fundamentos y Wittgenstein
sospechó de las propias palabras del Tractatus
logico-philosophicus (1921), que devino piedra fundacional de la pragmática
lingüística. Sin embargo, como huyendo de la sospecha, obviándola, los medios
de comunicación parecen hacer uso del lenguaje como si las palabras fueran
sólidas (o transparentes, según se mire), confiables, bloques de sentido claro
y unívoco; más aún, la publicidad que la prensa hace circular, por lo general,
apunta a la veracidad como valor propio, que, en consecuencia, ha de inspirar
confianza. Entonces, la pregunta que planteamos es: ¿Cumplir cabalmente tal
oferta de veracidad es posible?
Ya
en el Curso de lingüística general (1916)
Ferdinand de Saussure puso sobre la mesa la sospecha. El lingüista suizo
ensañaba en sus clases que el signo lingüístico es una especie de moneda cuyos
lados corresponden al significado y al significante, respectivamente. Simplificando
bastante podemos intentar resumir su explicación: En el libro usa el ejemplo de
la palabra árbol y expone que cuando
escuchamos o leemos esta palabra, ese sonido, esa cadena de letras
(significante), hacemos una representación mental de lo que entendemos por este
(significado). Asimismo, enseñaba que el signo lingüístico es arbitrario; es
decir, que la palabra que usamos para designar al árbol pudo haber sido
cualquier otra: no hay razón para que denominemos a los árboles árboles.
Partiendo
de acá, la lingüística adquirió conciencia del carácter metafórico del
lenguaje, lo cual la literatura ha puesto en marcha desde siempre. Pero también
la legislación ha tenido que tomar en cuenta esto para evitar lagunas
jurídicas. Es decir, las palabras pueden ser un problema, un silencio, más que un
simple medio para comunicarnos. Precisamente la pragmática intenta dar cuenta
de los elementos que entran en relación en un enunciado, desde la palabra misma
hasta, por ejemplo, la situación del tránsito vehicular: texto y contexto, lo
cual viene dado por la afirmación de que los sentidos desbordan las palabras.
Como recuerda Roland Barthes: «Los significantes son siempre ambiguos; el
número de significados excede siempre al número de significantes: sin eso no
existiría ni literatura, ni arte, ni historia, ni nada de lo que hace que el
mundo se mueva».
Pero
volviendo a la pregunta que nos hacemos, ¿es posible cumplir la oferta de veracidad?
Si retomamos a Barthes, «la verdad es imposible con el lenguaje». Si este está marcado por una arbitrariedad, si se sustenta en la
ausencia, en la metáfora como subsistencia, luego, decir la verdad parece
realmente imposible. Sin embargo, hablamos de verdad y veracidad dando por sentado
lo que significan. En todo caso, pareciera que generalmente pensamos que un
enunciado es verdadero si da cuenta plena, elemento por elemento, de un hecho
determinado, lo cual no pasa de ser una representación o interpretación del
mismo; esto es, ficción. ¿Y no es este mecanismo el que opera en los medios de
comunicación y que hace que ante un evento determinado haya tan diversas
lecturas? El habla se ejecuta desde un lugar específico (a veces un poco
movedizo, otras con mayor o menor conciencia) que ofrece sus modelos de
representación. Y los medios de comunicación son espacios que ofrecen tales modelos
por excelencia, de ahí que estos sean susceptibles de lecturas desde lo
literario. Ahora bien, las ficciones que leemos cotidianamente en la prensa
tienen otros comportamientos o, viéndolo desde otro lado, son recibidas de
manera diferente a como recibimos el objeto que concebimos como literario. ¿Qué
nos impide hacer lecturas cruzadas?
Los
medios han tomado para sí la verdad como estandarte, no así la literatura, sabiéndose
imposibilitada para esto desde el comienzo; ¿es que aquellos sí lo ven posible?
Una vez más habría que definir qué se entiende por verdadero. Sea como sea, los
medios de comunicación tienen pleno conocimiento del rol que juegan socialmente
(a estas alturas, casi un poder público más) y evitar tales lecturas cruzadas
es fundamental para que funcione la puesta en circulación de los modelos que
ofrecen, de lo contrario, no serían más que un poema de amor y veinte canciones
desesperadas.
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